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EL SUFRIMIENTO, ES POLÍTICO, LA VULNERABILIDAD INVISIBILIZA

  • mujerespsinfronter
  • 16 sept
  • 2 Min. de lectura

Qué nos remueve, hacia quién sentimos empatía y qué tan próxima sentimos la desgracia; todo tiene que ver con nuestro contexto, y por lo tanto, con la estructura que nos acerca o aleja de la identificación y apropiación del malestar colectivo.


Encontramos justificaciones, explicaciones y hasta excusas sobre por qué las cosas suceden de cierta manera, como si hubiera una ciencia detrás del destino. Sin embargo, la verdad es más cruda: habitamos realidades atravesadas por negligencia, desigualdad y violencia estructural.


Lo que suele llamarse “vulnerabilidad” en realidad es el resultado de una exposición planificada: no es que ciertas comunidades sean más frágiles por naturaleza, sino que han sido colocadas en condiciones que multiplican el riesgo y reducen su capacidad de respuesta. El lenguaje institucional habla de “minorías vulnerables” incluso cuando se trata de mayorías —mujeres, personas trabajadoras, habitantes de periferias urbanas— como si el problema fuera su número y no las estructuras que deciden quién merece seguridad y quién puede ser sacrificado.


Iztapalapa, la alcaldía más poblada de la Ciudad de México, ejemplifica con brutal claridad esta lógica. El 10 de septiembre de 2025, una pipa con casi 50 mil litros de gas explotó en el puente de La Concordia. El saldo: incontable e inenarrable  Lejos de ser un accidente inevitable, se trató de la consecuencia de una cadena de decisiones políticas: permisos sin seguros actualizados, transporte de materiales peligrosos en zonas densamente habitadas, ausencia de supervisión y omisiones institucionales.


Nombrar este hecho como una tragedia “de los vulnerables” es un insulto. Las personas afectadas no eran frágiles por sí mismas: fueron expuestas por la forma en que el Estado administra el riesgo y decide quién puede vivir al borde de la catástrofe.


De ahí la necesidad de cuestionar el lenguaje: hablar de “poblaciones vulnerables” las coloca en un sitio pasivo, como si su condición fuera inevitable. En cambio, hablar de comunidades expuestas, despojadas o precarizadas señala a los verdaderos responsables y evita que la violencia estructural se disuelva en una palabra que suena compasiva, pero que oculta la raíz política del desastre.

 
 
 

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